Por EMILIO TRIGUEROS
La idea de ciudades sin librerías, cines ni salas de música evoca un mundo de androides que se comunican con frases cortas desde hogares automatizados. Y que consumen entretenimiento masivo sin autenticidad
Luis Buñuel relató en sus memorias cómo los conciertos de la gran orquesta sinfónica de Madrid en Zaragoza constituían uno de los mayores acontecimientos de su adolescencia, allá por los comienzos del siglo XX. Su grupo de amigos aguardaba con excitación los detalles del programa, buscaban las partituras, imaginaban las piezas con antelación tarareándolas y por fin, en la noche del concierto, acudían con una alegría incomparable. Reflexionaba el genio aragonés con perplejidad sobre el contraste entre aquella intensidad colectiva y el hecho de que, años después, se hubiera vuelto cotidiano escuchar en un aparato doméstico cualquier música apretando un botón, lo que alteraba a su juicio irremediablemente nuestra relación con el arte, pues se habían perdido “las tres condiciones necesarias para llegar a toda belleza: esperanza, lucha y conquista”.