James Watt
estudió detenidamente la
máquina de vapor
que tenía delante, un modelo construido en origen por
Thomas Newcomen
en 1705, hacía sesenta años. La máquina se utilizaba para bombear el agua de
las
minas, y el modelo pertenecía a la
Universidad de Glasgow,
Escocia, donde Watt trabajaba de constructor de instrumentos matemáticos.
La máquina funcionaba así: el vapor del agua en ebullición entraba en una
cámara cerrada por arriba por un émbolo móvil; la presión del vapor empujaba
el émbolo hacia arriba; entonces llegaba agua fría a la cámara y la
refrigeraba; el vapor se condensaba y el pistón descendía; de nuevo entraba
vapor y volvía a ascender el pistón; más agua fría, y el pistón bajaba. El
movimiento ascendente y descendente del émbolo hacía funcionar la bomba.
El proceso requiere cantidades ingentes de vapor —pensó Watt— y, sin
embargo, la máquina funciona con muy poca eficiencia. El vapor contiene más
potencia que eso. Watt, que era un ingeniero experimentado y que poseía una
mente analítica, comenzó a estudiar científicamente el vapor. Para que el
vapor ejerza una potencia mixta tiene que estar, en primer lugar, lo más
caliente posible. Luego tiene que convertirse en agua lo más fría posible.
Pero ¿no era eso lo que hacía la máquina de Newcomen?
Un domingo, a principios de 1765, salió Watt a dar un paseo a solas, sumido
en sus pensamientos. De pronto se paró en seco. ¡Pero claro, hombre! El
vapor se desaprovechaba porque en cada paso se volvía a enfriar la cámara,
de manera que cada bocanada de vapor tenía que volver a calentarla antes de
poder mover el émbolo.
Watt regresó rápidamente a su taller y empezó a montar un nuevo tipo de
máquina de vapor. El vapor, tras entrar en la cámara y mover el émbolo,
escapaba por una válvula hasta una segunda cámara refrigerada por agua
corriente. Al escapar el vapor, bajaba el émbolo. El siguiente chorro de
vapor que entraba en la primera cámara no perdía nada de su potencia, porque
estaba aún caliente.
Watt había conseguido una máquina de vapor que funcionaba eficientemente. Su
invento fue un triunfo de la tecnología, no de la ciencia; pero ese paseo
dominical contribuyó a cambiar el futuro de la humanidad.
La nueva máquina de vapor sustituyó casi de inmediato a la antigua de
Newcomen en las minas. Watt siguió introduciendo mejora tras mejora. Una de
ellas fue que el vapor entrara por ambos lados de la cámara, empujando así
el émbolo en ambas direcciones alternadamente y aumentando aún más la
eficiencia.
El invento de Watt era sinónimo de potencia. Antes de él existían los
músculos del hombre y de los animales, el viento y la caída del agua. Watt,
por su parte, hizo posible el uso práctico de una potencia mayor que las
anteriores. (La unidad de potencia llamada «watt» o «vatio» lleva su
nombre.) Y muchos de esos usos los descubrió él mismo.
Las máquinas de vapor podían utilizarse para mover maquinaria pesada. Por
primera vez pudieron concentrarse grandes cantidades de potencia en una zona
reducida, posibilitando el surgimiento de fábricas y de la producción en
masa.
Inglaterra
estaba por aquella época falta de
carbón vegetal
que sirviera de combustible: había esquilmado sus bosques, y la madera que
quedaba tenía que reservarla para la flota naval. La única alternativa era
el carbón, pero las filtraciones de agua dificultaban mucho la explotación
de las minas. La máquina de vapor de Watt bombeaba eficientemente el agua al
exterior y permitía así extraer grandes cantidades de carbón a bajo precio.
La combustión del carbón producía vapor y el vapor engendraba potencia.
¡Había comenzado la
Revolución Industrial!
Hoy día nos hallamos en una segunda revolución industrial, cuyo origen
también está en un invento de James Watt.
Para conseguir que el flujo de vapor de sus máquinas fuese constante, Watt
dispuso las cosas de manera que el vapor hiciese girar dos pesas unidas a un
vástago vertical por medio de sendas barras articuladas. La fuerza de la
gravedad tiraba de las pesas hacia abajo, mientras que la fuerza centrífuga
(al girar las pesas) hacía que subieran. Si entraba demasiado vapor en la
cámara, la rotación de las pesas se aceleraba y éstas subían. Este
movimiento ascendente cerraba parcialmente una válvula y disminuía el aporte
de vapor. Al bajar la presión del vapor, las pesas empezaban a girar más
despacio, caían y abrían la válvula, entrando entonces más vapor.
La cantidad de vapor se mantenía así entre límites bastante próximos. La
máquina de vapor había quedado equipada con un «cerebro» que era capaz de
corregir automática y continuamente sus propios fallos. Eso es lo que
designa la palabra «automación». La ciencia de la automación ha alcanzado hoy día un punto en que es
posible hacer funcionar fábricas enteras sin intervención del hombre: los
errores se corrigen mediante dispositivos que utilizan el principio básico
del «regulador centrífugo» de James Watt.
Watt fue también un brillante y admirado ingeniero civil que tuvo mucho que
ver con el proyecto de puentes, canales y puertos marítimos. Murió el 19 de agosto de 1819, tras una senectud llena de paz. Llegó a
ver la Revolución Industrial en una etapa bastante avanzada, pero
jamás soñó que había iniciado además una segunda revolución que no
alcanzaría su auge hasta pasados casi dos siglos.

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